UN LUGAR ANTIGUO Y SECRETO.
Roraima, o “Roroima”, como también se le conoce, es uno de los principales tepuyes que se alza en el Parque Nacional de Canaima. Su nombre, de acuerdo a los indios pemones, significaría “Madre de las Aguas”, quizá porque desde su cima, a más de 2,000 metros de altura, caen varias cascadas. Es un lugar muy antiguo, que se remonta a los tiempos de Pangea, el continente global que luego se fraccionó para dejar al mundo tal y como lo conocemos. Varios científicos piensan que Roraima fue un punto de la “fractura”, remontándose al Precámbrico, es decir, hace unos 2,000 millones de años. Es uno de los lugares geológicamente más antiguos del planeta.
Su figura imponente y el ecosistema que le rodea inspiraron a Sir Arthur Conan Doyle para escribir su clásica novela de aventuras “Mundo Perdido” (1912). Y el lugar no dista mucho de lo que Doyle creyó ver en él: es un enclave sumamente misterioso. No hacen falta los dinosaurios que creó el escritor británico para impresionarse con Roraima. Su figura, como la de su “hermano” Kukenán, llaman la atención en medio de la selva venezolana. Esta lleno de cascadas, cuevas, cristales de cuarzo y, como era de esperarse, de constantes avistamientos de ovnis. Roberto Marrero nos confirmó todo ello, situación que le motivó a trazar un mapa que describiera los puntos de mayor incidencia de avistamientos en toda la gran sabana y los tepuyes. A través de nuestra amiga Carmencita Padrón, una reconocida actriz venezolana de telenovelas, que trabajó también en su momento en conocidas producciones en Perú (“Saña”), el “mapa” de Marrero llegó a manos del periodista español Juan José Benítez, quien se interesó mucho en visitar la zona. Allí nos enteramos que nuestros amigos Alberto y Priscila de los grupos de Miami, y nuestra querida Juani de Santos de Lima, habían estado hacía sólo un mes en el lugar recorriendo la Gran Sábana. Lo hicieron por intermedio de Marrero. Nosotros, por alguna razón, terminamos también con él.
Marrero es un estudioso del tema ovni desde hace muchos años, y ha venido recopilando información sobre Roraima y los fenómenos que allí se han suscitado. Entre ellos, uno de lo más inquietantes involucra a un indio pemón que afirmó haber sido “llevado” por un objeto de “cristal”, tripulado por seres altos, de rasgos bellos y cabellos largos. Aquellos seres le condujeron al interior de los tepuyes, mostrándole importantes bases subterráneas que debían mantenerse ajenas de la mirada curiosa del hombre de superficie. Si la experiencia fue auténtica, tiene su sentido que el depositario del mensaje sea un indio pemón, quienes actúan de guardianes de los tepuyes.
Los tepuyes son mesetas extremadamente abruptas, con paredes verticales y cimas prácticamente planas. Aunque se encuentran en toda el área que comprende la frontera norte del río Amazonas y el Orinoco, Roraima y Kukenán en Venezuela son los más famosos. Los pemones los observan con respeto. ¿Realmente un indio fue llevado en una nave no humana al interior de ellos? Al menos, ése es su testimonio, que parece estar avalado por una importante presencia de “luces” que se suelen ver en el lugar.
Para llegar a Roraima, se debe partir desde Paraitepui, población a 50 Km. de Santa Elena. Allí se acaba el camino para nuestra 4x4. Es el momento de colocarse las pesadas mochilas a las espaldas y caminar tres días para aproximarse a la montaña sagrada. El camino está bien definido, aunque se torna difícil en los ascensos, más aún bajo un calor aplastante. Cuando llegamos al Río Tek, lugar de descanso antes de continuar, nuestras piernas empiezan a quejarse por el esfuerzo. Un esfuerzo que vale la pena. En la medida en que uno va caminando, la figura del Roraima y el Kukenán se hacen más imponentes y hechizantes. Desde Río Tek la vista es inmejorable. Una vez allí, recuerdo que observamos un arco de energía que parecía manifestarse detrás del campamento. Pero no era nada sobrenatural. La humedad propia del lugar y la luz del día generó ese “efecto de arco”. Luego se pudieron ver los colores del Arco iris. No en vano los pemones dicen que el Sol nace en Roraima. Y ciertamente es así. Lo vimos en el amanecer. Los rayos del astro rey parecen salir de la gran mole de roca que pretendíamos vencer.
Continuamos con el camino y cruzamos el río Kukekán, que se forma en el Tepuy del mismo nombre que se alza al lado de Roraima. Curiosamente, a pesar de que es tan bello e impactante como Roraima, casi nadie se atreve a subir a él. Hasta los pemones le tienen miedo. Luego explicaré qué sucede con ese lugar. Luego del río Kukenán continúa la caminata hacia el denominado “Campamento base”, que se ubica en las mismísimas faldas del Roraima. Allí descansaríamos antes de continuar el ascenso al día siguiente.
En honor a la verdad, en la medida en que uno se va acercando a Roraima se experimenta una extraña sensación que va más allá de la belleza del paisaje y de cualquier predisposición. Se trata de una energía que se siente. Inevitablemente, me recuerda otros enclaves que visité, como Mount Shasta en California, el Mecanto de las selvas de Paititi o el propio Lago Titicaca. Todos ellos lugares que, también, tendrían uno de aquellos discos de poder que protege la Hermandad Blanca.
Toda nuestra experiencia en aquellos sagrados lugares, tanto a nivel físico como espiritual, fue de mucha ayuda para sobrellevar bien el viaje y adaptarnos a la caminata y al ascenso. Por momentos era como estar en las selvas de Paititi. La parte final como el ascenso a Marcahuasi, aunque con menor altura que los andes peruanos, pero no menos exigente. Y allá arriba, en alto del tepuy, tendríamos elementos que nos harían recordar nuestra expedición a la Cueva de los tayos. Al igual que el enclave de Ecuador, Roraima está íntimamente conecta al mundo subterráneo. No sólo por la formación geológica que ha creado grandes cavidades en su interior, sino por la existencia de seres que protegen esos túneles y que, a decir de los indios pemones, eventualmente asisten a los exploradores extraviados…
Finalmente, luego de un ascenso empinado, llegamos al “paso de las lágrimas”, un área peligrosa debido al agua que cae, con fuerza, desde dos pequeñas cascadas del Roraima. Como es de suponer, esto hace del sendero una trampa perfecta para el caminante desprevenido, que puede resbalar y lastimarse.
Es como subir por una suerte de rampa pedregosa, accidentada y siempre en ascenso, por momentos definida sobre “peldaños de piedra”, pero en la mayor parte del trayecto una huella en ruinas que exige de la ayuda de las manos para asirse de alguna rama de árbol o roca. Pero lo sorteamos muy bien. Y lo disfrutamos. Empapados, luego de pasar por esta verdadera purificación ―y necesitábamos urgente una ducha― arribamos a la meseta del gran tepuy, una imagen alucinante que me hizo viajar rápidamente a Marcahuasi en Perú, pues el panorama allí en lo alto, gigante, rocoso, y misterioso, es escandalosamente similar: formas caprichosas en las rocas debido a la erosión, el color de la piedra, el cielo, la energía, todo, me hacía viajar a ese lugar maravilloso en los Andes que tantas experiencias de contacto nos entregó. Fue una bella sensación hallar un escenario tan parecido, aunque mucho más impresionante en dimensiones. Roraima es un lugar muy antiguo. Como decía, evoca a Pangea, el primer continente, pues de allí se “fragmentó”. Es una zona antiquísima que encierra muchos secretos. Como si se tratase de una torre, Roraima actúa como puesto de observación al alzarse a casi 2,800 metros, siendo el punto más alto en un radio de 549,44 kilómetros. La vista que tenemos desde allí de la gran sabana es impagable. Valió la pena subir con nuestras pesadas mochilas a este “altar de los dioses”.
En nuestra aventura íbamos acompañados de tres indios pemones, expertos conocedores de los tepuyes y sus recovecos. Solo hablaban inglés, pues venían de la Guyana para trabajar como porteadores en el lado venezolano, donde su etnia también se encuentra. Debo decir que nos tocó el grupo pemón más místico y especial que podríamos haber deseado.
Al retomar la caminata en la gran explanada del Roraima ―nuevamente con mochila a la espalda― un penetrante silencio nos envolvió. Moverse allí es como estar en un santuario. Su atmósfera es evidente y hechiza a todos. Realmente se siente. Contagia e induce a la meditación. Bajo la guía de los pemones, nos dirigíamos hacia la “Cueva de los Guácharos”, una entrada al sistema de túneles que posee el tepuy. Nuestra intención era entrar en la caverna y dormir allí. Los indios nos habían hablado de ella sorprendiéndonos ni bien llegamos a Santa Elena de Uairén. No tomamos esto como un accidente, “sabíamos” internamente que allí debíamos ir…Un detalle curioso fue que al llegar a la cueva luego de la larga caminata, no encontramos actividad de los guácharos en su interior. “Ahora no están, migraron a otra cueva”, nos dijo “Alex”, nuestro guía pemón, con claro acento británico. Ese momento fue como revivir la expedición a la Cueva de los Tayos, pues en el 2002, cuando descendimos a las oquedades de aquel misterioso enclave en las selvas del Ecuador, los tayos ―la misma especie de aves que los guácharos de Venezuela― no se hallaban, se había marchado momentáneamente. ¿Había acaso otra “presencia” que había desplazado a las aves? Sin pensarlo mucho entramos en la cueva y avanzamos un poco. No nos adentramos demasiado, pero lo suficiente como para dejar la luz del día.
El túnel, dicen, tiene cientos de metros de longitud, y se une a otra red subterránea que serpentea dentro de Roraima. Así, nuestras linternas se abrieron paso a través de un accidentado acceso que nos llevó hacia espacios más amplios, llenos de grietas, “ventanas” y abundante agua al alrededor. Finalmente “acampamos” en una de esas cavidades (ver foto a la derecha), un lugar que nos hizo recordar “El Domo” de la Cueva de los Tayos. Y al igual que la galería que usamos de base de operaciones en Ecuador, en la cueva de Roraima también contábamos con una pequeña cascada, que caía con fuerza dentro de esta maravilla de la naturaleza. Pero lo más interesante no era ello: se sentía una presencia. Era como si alguien nos estuviese observando. Fue una sensación que todos tuvimos y que fue aumentando hasta que descubrimos de qué se trataba. En la caverna, además, hallamos en la roca rastros de silicio, un elemento que no es desconocido para nosotros pues los Guías extraterrestres lo emplean, sin olvidar que en la “cámara del rey”, en la Gran Pirámide de Egipto, también se ha hallado, como si fuese parte de una “composición” que procura recrear un espacio de “lanzamiento”. Al menos, esa fue la teoría del ingeniero aeroespacial Christopher Dunn, autor del best seller “La Planta de Giza: Tecnologías en el Antiguo Egipto”. ¿La presencia de silicio y el cuarzo en un determinado lugar, como sucede en la cámara del rey en Keops, puede “acelerar” la transmisión de energía o la apertura de portales, tal y como sugiere Dunn? ¿Será una casualidad que en Roraima estos dos elementos estén muy presentes? Desde luego, son conjeturas. Pero una pista hay allí. Y como fuese, nosotros vivimos algo especial.
Secretos del Roraima.
Marrero nos había hablado de las luces que se ven en el lugar, recorriendo el hermoso cielo estrellado de aquellas latitudes y, a veces, descendiendo para pasar entre los dos tepuyes. Para los indios, ambos representan energías distintas. Kukenán, sería el lado masculino del lugar, y Roraima, asociada al agua y la purificación, el aspecto femenino, la madre y el origen. Charlando con los pemones constatamos que ellos habían sido testigos de estos avistamientos de ovnis…
Ellos tienen un gran respeto y admiración por Roraima, pero también una especie de temor por su tepuy gemelo que casi nadie se atreve a subir: el Kukenán. ¿Por qué? Algunos piensan que en ese tepuy se dieron acontecimientos trágicos, como la muerte de indios guerreros en tiempos pasados que preferían arrojarse desde lo alto del Kukenán a seguir viviendo luego de haber perdido una batalla. Supuestamente, se suicidaban por honor. Sin embargo otras leyendas dicen que ese tepuy “mató” en el pasado a los indios. Algunos de estos relatos dicen que una bestia o monstruo de aspecto reptil devoraba a los hombres, mujeres y niños, hasta que recibieron ayuda del cielo y del Roraima para “atraparlo” en una piedra, y encerrarlo en el Kukenán. Desde entonces, nadie va a inquietar al tepuy, salvo algún alma valiente, aventurera, e irresponsable, pues los caminos son mucho más difíciles que en Roraima. Kukenán es llamado por los pemones “Matawi-Tepuy”, término indígena que tiene varios significados: “Si subes te mueres”, “me quito la vida”, o “agua sucia”. Nosotros constatamos que nadie tomaba el camino al Kukenán. También indagamos sobre desapariciones de exploradores en su cima. Aunque se montaron operativos con los guardaparques de Canaima, apoyados con helicopteros, espeleólogos y hasta buzos ―pues hay allí, al igual que Roraima, hay ríos y pequeños lagos subterráneos― no encontraron a nadie...
La belleza del Kukenán (ver foto arriba), visto desde el sendero que asciende a Roraima, oculta ese aspecto sombrío y misterioso. Debo decir que el viejo relato pemón nos recordó los cristales verdes de poder que han mencionado los Guías extraterrestres como “prisión” de entidades de origen reptiloide, como sabemos, vinculadas a ciertos episodios bélicos y de conspiración dentro del controvertido Plan Cósmico. ¿El Kukenán, al igual que Paititi, Roncador, Shasta o la Isla de Pascua, es otra “prisión” más? ¿La Hermandad Blanca de Roraima vigila ese sector, evitando que alguien se aproxime? No me sorprendería si fuese así.
Nuris, una profesora de yoga venezolana y guía de la Gran Sabana, que se sumó por una experiencia personal, a último minuto, a nuestra expedición, nos dijo que el Kukenán no tenía gratuitamente esa fama, pues allí habían sucedido muchas cosas “inexplicables”. Según ella, si se lograba convencer a un indio que nos llevará a la cima, nos dejaría allí y se volvería a Santa Elena de Uairén, pues temen pasar la noche, ya que escuchan voces y suelen ver sombras.
Pero los indios, y más tarde Marrero, nos confirmaron que esas sensaciones sólo ocurren en un sector del Kukenán, y por desgracia el único al que puede acceder el caminante, ya que debido a una gran grieta que divide al tepuy en dos, la otra área, ajena a estas situaciones, se halla aislada de los visitantes… Como si este capricho de la naturaleza fuese adrede para proteger un lugar al que sólo se puede llegar por helicóptero.
“En Roraima la cosa es diferente” ―nos decía “Alex”, nuestro guía pemón― pues todo el lugar es como un templo, muy silencioso. Muchas personas vuelven aquí pues dicen que sienten una bella energía”.
Alex también sostuvo que existen “puertas de energía” en un sector de las paredes del Roraima, en una zona donde se pueden ver algunos símbolos que recuerdan el muro de Pusharo de Paititi. Y como no podía ser de otra forma, también se hallan “accesos” al mundo subterráneo a través de las cascadas. Uno de los principales, se encontraría en el Kukenán, tras la principal caída de agua. Pero como es de esperarse, a nadie se le ocurre siquiera intentarlo…
Amaikok: una raza intraterrena.
Nos hallábamos meditando en la caverna. El silencio, solo inquietado por el transcurrir del agua que fluye subterráneamente y la cascada, era el marco propicio para nuestro trabajo. A través de la percepción psíquica procuramos conectarnos con el corazón de Roraima y la Hermandad Blanca. Nos sentíamos acompañados. Sabíamos que no estábamos solos.
En ese momento, Nuris, nuestra compañera venezolana, vio algo moverse en medio de una de las “ventanas” de la caverna y, asustada, se cubrió con la bolsa de dormir.
―¿Qué sucedió? ―le dijimos intrigados.
―Sentía que algo nos observaba, y entonces fue que lo vi… Era una pequeña criatura, como un hombrecito, que se estaba asomando desde la “ventana” ―Nuris, sensible, dejo escapar unas lágrimas de emoción.
―Quédate tranquila ―procuramos calmarla―, sabemos quiénes son ellos, no tienen malas intenciones, jamás nos lastimarían.
―Lo sé ―nos contestó―, y eso es lo que me duele. Sé que son seres positivos. Los indios saben de ellos. Siempre quise tener una experiencia así y ahora que sucede, mírenme, estoy nerviosa, no he reaccionado bien…
Le explicamos entonces que estas reacciones a lo desconocido eran naturales, pues a nosotros mismos nos ha ocurrido. Fue allí que decidimos hablarle de los Sunkies y de nuestra experiencia en la Cueva de los Tayos. Nuris escuchó atentamente y se calmó. Es una mujer muy preparada y sensible. Y no en vano le ocurrió esto a ella, pues desde niña había tenido experiencias en sueños y hasta un avistamiento ovni muy próximo. Las cosas siempre ocurren por algo. Luego de la charla, la sensación de estar siendo observados continuaba. Obedeciendo a una intuición decidí pararme y acercarme a una zona de la caverna donde hay una suerte de pasillo que se interna, como siguiendo la fuente del agua que discurría bajo el suelo. Al aproximarme algo me hizo mirar hacia una roca casi al final de ese pasillo. La tenue luz de las lámparas de kerosene iluminaba suavemente y de forma indirecta ese sector que tanto me llamaba la atención. Y así, de pronto salió por detrás de la roca una pequeña criatura, de cabeza ligeramente más grande que el cuerpo, profundos ojos negros y brazos delgados. Era un Sunkie. Ya los había visto en la Cueva de los Tayos. Y en esta ocasión la sensación que tuve es que ellos “ya nos conocían”. Esto duró apenas unos instantes, y el pequeño ser se movió rápido, como si fuese un niño jugando, ágil y saltarín, hacia el otro lado del pasillo que debido a la oscuridad ya no podía ver. Ciertamente, los indios pemones saben de la existencia de estos seres, guardianes de las entradas del mundo subterráneo de Roraima. Les llaman “Amaikok”, y dicen que son criaturas bondadosas que en más de una ocasión han auxiliado a exploradores extraviados, dándoles incluso de beber, tal y como ocurriera con Juan Moricz al interior de la Cueva de los Tayos.
Arriba: Carina Marzullo de Argentina muestra la entrada a la cueva que hallamos en la meseta del Roraima. En su interior vimos a esas pequeñas criaturas humanoides que recuerdan a los "sunkies" de la Cueva de los Tayos.
El sunkie, o “amaikok”, como conocen los indios pemones a estas bondadosas criaturas subterráneas, se había escabullido por aquel estrecho túnel. Sólo se dejó observar por un momento, y se marchó. Este acercamiento era la confirmación de que no estábamos solos. Y aunque el objetivo de nuestro viaje a Roraima no apuntaba a una experiencia de contacto, sino a un trabajo espiritual con el Disco Solar que se hallaría bajo el tepuy sagrado, saber de la presencia de los sunkies en la caverna era más que una buena señal.
Juan Moricz, el aventurero húngaro-argentino que dio a conocer la Cueva de los Tayos a escala mundial, habría llegado hasta la mítica “Biblioteca Metálica” gracias a estas pequeñas criaturas. Así me lo afirmó en Guayaquil el Doctor Peña Matheus, amigo personal de Moricz. Según me narró, Moricz entró solo al sistema de túneles armado de una lámpara de carbón mineral. Por alguna razón ―quizá por agotamiento, o ausencia de oxígeno― el explorador se desmayó al interior de una de las muchas galerías que hacen de la Cueva de los Tayos un verdadero “laberinto”. Luego recobró el sentido, viéndose tomado por varias criaturas pequeñas que le llevaban a través de un amplio pasillo que se hallaba sutilmente iluminado. Luego de sortear una serie de caminos, le dejaron en un gran salón, de clara manufactura artificial, y allí fue recibido por otras entidades de aspecto humano, muy altas y todas ellas vestidas con túnicas blancas. Moricz les llamaba “Taltos”. Los Taltos le mostraron entonces la “Biblioteca Metálica”, y por si ello fuera poo, sarcófagos que contenían los restos de gigantes de tres metros de estatura.
El explorador llegó allí gracias a esas pequeñas criaturas ―los sunkies― que actúan como “Guardianes del Laberinto”. Ellos y los “Taltos” formaban una especie de sociedad para proteger los tesoros del esquivo mundo subterráneo. Cuando el Doctor Peña Matheus me reveló todo esto en su despacho, mostrándome una gran cantidad de fotos de la cueva y de las polémicas planchas doradas que vio Moricz, me emocioné mucho, pues se trataba de una confirmación extraordinaria de lo que habíamos vivido nosotros en la Cueva de los Tayos. Ahora, en Roraima, los Sunkies habían vuelto a mostrarse, como si nos estuvieran dando indicios de que en el antiguo tepuy venezolano se hallan otras entradas semejantes hacia el mundo intraterrestre...
Su figura imponente y el ecosistema que le rodea inspiraron a Sir Arthur Conan Doyle para escribir su clásica novela de aventuras “Mundo Perdido” (1912). Y el lugar no dista mucho de lo que Doyle creyó ver en él: es un enclave sumamente misterioso. No hacen falta los dinosaurios que creó el escritor británico para impresionarse con Roraima. Su figura, como la de su “hermano” Kukenán, llaman la atención en medio de la selva venezolana. Esta lleno de cascadas, cuevas, cristales de cuarzo y, como era de esperarse, de constantes avistamientos de ovnis. Roberto Marrero nos confirmó todo ello, situación que le motivó a trazar un mapa que describiera los puntos de mayor incidencia de avistamientos en toda la gran sabana y los tepuyes. A través de nuestra amiga Carmencita Padrón, una reconocida actriz venezolana de telenovelas, que trabajó también en su momento en conocidas producciones en Perú (“Saña”), el “mapa” de Marrero llegó a manos del periodista español Juan José Benítez, quien se interesó mucho en visitar la zona. Allí nos enteramos que nuestros amigos Alberto y Priscila de los grupos de Miami, y nuestra querida Juani de Santos de Lima, habían estado hacía sólo un mes en el lugar recorriendo la Gran Sábana. Lo hicieron por intermedio de Marrero. Nosotros, por alguna razón, terminamos también con él.
Marrero es un estudioso del tema ovni desde hace muchos años, y ha venido recopilando información sobre Roraima y los fenómenos que allí se han suscitado. Entre ellos, uno de lo más inquietantes involucra a un indio pemón que afirmó haber sido “llevado” por un objeto de “cristal”, tripulado por seres altos, de rasgos bellos y cabellos largos. Aquellos seres le condujeron al interior de los tepuyes, mostrándole importantes bases subterráneas que debían mantenerse ajenas de la mirada curiosa del hombre de superficie. Si la experiencia fue auténtica, tiene su sentido que el depositario del mensaje sea un indio pemón, quienes actúan de guardianes de los tepuyes.
Los tepuyes son mesetas extremadamente abruptas, con paredes verticales y cimas prácticamente planas. Aunque se encuentran en toda el área que comprende la frontera norte del río Amazonas y el Orinoco, Roraima y Kukenán en Venezuela son los más famosos. Los pemones los observan con respeto. ¿Realmente un indio fue llevado en una nave no humana al interior de ellos? Al menos, ése es su testimonio, que parece estar avalado por una importante presencia de “luces” que se suelen ver en el lugar.
Para llegar a Roraima, se debe partir desde Paraitepui, población a 50 Km. de Santa Elena. Allí se acaba el camino para nuestra 4x4. Es el momento de colocarse las pesadas mochilas a las espaldas y caminar tres días para aproximarse a la montaña sagrada. El camino está bien definido, aunque se torna difícil en los ascensos, más aún bajo un calor aplastante. Cuando llegamos al Río Tek, lugar de descanso antes de continuar, nuestras piernas empiezan a quejarse por el esfuerzo. Un esfuerzo que vale la pena. En la medida en que uno va caminando, la figura del Roraima y el Kukenán se hacen más imponentes y hechizantes. Desde Río Tek la vista es inmejorable. Una vez allí, recuerdo que observamos un arco de energía que parecía manifestarse detrás del campamento. Pero no era nada sobrenatural. La humedad propia del lugar y la luz del día generó ese “efecto de arco”. Luego se pudieron ver los colores del Arco iris. No en vano los pemones dicen que el Sol nace en Roraima. Y ciertamente es así. Lo vimos en el amanecer. Los rayos del astro rey parecen salir de la gran mole de roca que pretendíamos vencer.
Continuamos con el camino y cruzamos el río Kukekán, que se forma en el Tepuy del mismo nombre que se alza al lado de Roraima. Curiosamente, a pesar de que es tan bello e impactante como Roraima, casi nadie se atreve a subir a él. Hasta los pemones le tienen miedo. Luego explicaré qué sucede con ese lugar. Luego del río Kukenán continúa la caminata hacia el denominado “Campamento base”, que se ubica en las mismísimas faldas del Roraima. Allí descansaríamos antes de continuar el ascenso al día siguiente.
En honor a la verdad, en la medida en que uno se va acercando a Roraima se experimenta una extraña sensación que va más allá de la belleza del paisaje y de cualquier predisposición. Se trata de una energía que se siente. Inevitablemente, me recuerda otros enclaves que visité, como Mount Shasta en California, el Mecanto de las selvas de Paititi o el propio Lago Titicaca. Todos ellos lugares que, también, tendrían uno de aquellos discos de poder que protege la Hermandad Blanca.
Toda nuestra experiencia en aquellos sagrados lugares, tanto a nivel físico como espiritual, fue de mucha ayuda para sobrellevar bien el viaje y adaptarnos a la caminata y al ascenso. Por momentos era como estar en las selvas de Paititi. La parte final como el ascenso a Marcahuasi, aunque con menor altura que los andes peruanos, pero no menos exigente. Y allá arriba, en alto del tepuy, tendríamos elementos que nos harían recordar nuestra expedición a la Cueva de los tayos. Al igual que el enclave de Ecuador, Roraima está íntimamente conecta al mundo subterráneo. No sólo por la formación geológica que ha creado grandes cavidades en su interior, sino por la existencia de seres que protegen esos túneles y que, a decir de los indios pemones, eventualmente asisten a los exploradores extraviados…
Finalmente, luego de un ascenso empinado, llegamos al “paso de las lágrimas”, un área peligrosa debido al agua que cae, con fuerza, desde dos pequeñas cascadas del Roraima. Como es de suponer, esto hace del sendero una trampa perfecta para el caminante desprevenido, que puede resbalar y lastimarse.
Es como subir por una suerte de rampa pedregosa, accidentada y siempre en ascenso, por momentos definida sobre “peldaños de piedra”, pero en la mayor parte del trayecto una huella en ruinas que exige de la ayuda de las manos para asirse de alguna rama de árbol o roca. Pero lo sorteamos muy bien. Y lo disfrutamos. Empapados, luego de pasar por esta verdadera purificación ―y necesitábamos urgente una ducha― arribamos a la meseta del gran tepuy, una imagen alucinante que me hizo viajar rápidamente a Marcahuasi en Perú, pues el panorama allí en lo alto, gigante, rocoso, y misterioso, es escandalosamente similar: formas caprichosas en las rocas debido a la erosión, el color de la piedra, el cielo, la energía, todo, me hacía viajar a ese lugar maravilloso en los Andes que tantas experiencias de contacto nos entregó. Fue una bella sensación hallar un escenario tan parecido, aunque mucho más impresionante en dimensiones. Roraima es un lugar muy antiguo. Como decía, evoca a Pangea, el primer continente, pues de allí se “fragmentó”. Es una zona antiquísima que encierra muchos secretos. Como si se tratase de una torre, Roraima actúa como puesto de observación al alzarse a casi 2,800 metros, siendo el punto más alto en un radio de 549,44 kilómetros. La vista que tenemos desde allí de la gran sabana es impagable. Valió la pena subir con nuestras pesadas mochilas a este “altar de los dioses”.
En nuestra aventura íbamos acompañados de tres indios pemones, expertos conocedores de los tepuyes y sus recovecos. Solo hablaban inglés, pues venían de la Guyana para trabajar como porteadores en el lado venezolano, donde su etnia también se encuentra. Debo decir que nos tocó el grupo pemón más místico y especial que podríamos haber deseado.
Al retomar la caminata en la gran explanada del Roraima ―nuevamente con mochila a la espalda― un penetrante silencio nos envolvió. Moverse allí es como estar en un santuario. Su atmósfera es evidente y hechiza a todos. Realmente se siente. Contagia e induce a la meditación. Bajo la guía de los pemones, nos dirigíamos hacia la “Cueva de los Guácharos”, una entrada al sistema de túneles que posee el tepuy. Nuestra intención era entrar en la caverna y dormir allí. Los indios nos habían hablado de ella sorprendiéndonos ni bien llegamos a Santa Elena de Uairén. No tomamos esto como un accidente, “sabíamos” internamente que allí debíamos ir…Un detalle curioso fue que al llegar a la cueva luego de la larga caminata, no encontramos actividad de los guácharos en su interior. “Ahora no están, migraron a otra cueva”, nos dijo “Alex”, nuestro guía pemón, con claro acento británico. Ese momento fue como revivir la expedición a la Cueva de los Tayos, pues en el 2002, cuando descendimos a las oquedades de aquel misterioso enclave en las selvas del Ecuador, los tayos ―la misma especie de aves que los guácharos de Venezuela― no se hallaban, se había marchado momentáneamente. ¿Había acaso otra “presencia” que había desplazado a las aves? Sin pensarlo mucho entramos en la cueva y avanzamos un poco. No nos adentramos demasiado, pero lo suficiente como para dejar la luz del día.
El túnel, dicen, tiene cientos de metros de longitud, y se une a otra red subterránea que serpentea dentro de Roraima. Así, nuestras linternas se abrieron paso a través de un accidentado acceso que nos llevó hacia espacios más amplios, llenos de grietas, “ventanas” y abundante agua al alrededor. Finalmente “acampamos” en una de esas cavidades (ver foto a la derecha), un lugar que nos hizo recordar “El Domo” de la Cueva de los Tayos. Y al igual que la galería que usamos de base de operaciones en Ecuador, en la cueva de Roraima también contábamos con una pequeña cascada, que caía con fuerza dentro de esta maravilla de la naturaleza. Pero lo más interesante no era ello: se sentía una presencia. Era como si alguien nos estuviese observando. Fue una sensación que todos tuvimos y que fue aumentando hasta que descubrimos de qué se trataba. En la caverna, además, hallamos en la roca rastros de silicio, un elemento que no es desconocido para nosotros pues los Guías extraterrestres lo emplean, sin olvidar que en la “cámara del rey”, en la Gran Pirámide de Egipto, también se ha hallado, como si fuese parte de una “composición” que procura recrear un espacio de “lanzamiento”. Al menos, esa fue la teoría del ingeniero aeroespacial Christopher Dunn, autor del best seller “La Planta de Giza: Tecnologías en el Antiguo Egipto”. ¿La presencia de silicio y el cuarzo en un determinado lugar, como sucede en la cámara del rey en Keops, puede “acelerar” la transmisión de energía o la apertura de portales, tal y como sugiere Dunn? ¿Será una casualidad que en Roraima estos dos elementos estén muy presentes? Desde luego, son conjeturas. Pero una pista hay allí. Y como fuese, nosotros vivimos algo especial.
Secretos del Roraima.
Marrero nos había hablado de las luces que se ven en el lugar, recorriendo el hermoso cielo estrellado de aquellas latitudes y, a veces, descendiendo para pasar entre los dos tepuyes. Para los indios, ambos representan energías distintas. Kukenán, sería el lado masculino del lugar, y Roraima, asociada al agua y la purificación, el aspecto femenino, la madre y el origen. Charlando con los pemones constatamos que ellos habían sido testigos de estos avistamientos de ovnis…
Ellos tienen un gran respeto y admiración por Roraima, pero también una especie de temor por su tepuy gemelo que casi nadie se atreve a subir: el Kukenán. ¿Por qué? Algunos piensan que en ese tepuy se dieron acontecimientos trágicos, como la muerte de indios guerreros en tiempos pasados que preferían arrojarse desde lo alto del Kukenán a seguir viviendo luego de haber perdido una batalla. Supuestamente, se suicidaban por honor. Sin embargo otras leyendas dicen que ese tepuy “mató” en el pasado a los indios. Algunos de estos relatos dicen que una bestia o monstruo de aspecto reptil devoraba a los hombres, mujeres y niños, hasta que recibieron ayuda del cielo y del Roraima para “atraparlo” en una piedra, y encerrarlo en el Kukenán. Desde entonces, nadie va a inquietar al tepuy, salvo algún alma valiente, aventurera, e irresponsable, pues los caminos son mucho más difíciles que en Roraima. Kukenán es llamado por los pemones “Matawi-Tepuy”, término indígena que tiene varios significados: “Si subes te mueres”, “me quito la vida”, o “agua sucia”. Nosotros constatamos que nadie tomaba el camino al Kukenán. También indagamos sobre desapariciones de exploradores en su cima. Aunque se montaron operativos con los guardaparques de Canaima, apoyados con helicopteros, espeleólogos y hasta buzos ―pues hay allí, al igual que Roraima, hay ríos y pequeños lagos subterráneos― no encontraron a nadie...
La belleza del Kukenán (ver foto arriba), visto desde el sendero que asciende a Roraima, oculta ese aspecto sombrío y misterioso. Debo decir que el viejo relato pemón nos recordó los cristales verdes de poder que han mencionado los Guías extraterrestres como “prisión” de entidades de origen reptiloide, como sabemos, vinculadas a ciertos episodios bélicos y de conspiración dentro del controvertido Plan Cósmico. ¿El Kukenán, al igual que Paititi, Roncador, Shasta o la Isla de Pascua, es otra “prisión” más? ¿La Hermandad Blanca de Roraima vigila ese sector, evitando que alguien se aproxime? No me sorprendería si fuese así.
Nuris, una profesora de yoga venezolana y guía de la Gran Sabana, que se sumó por una experiencia personal, a último minuto, a nuestra expedición, nos dijo que el Kukenán no tenía gratuitamente esa fama, pues allí habían sucedido muchas cosas “inexplicables”. Según ella, si se lograba convencer a un indio que nos llevará a la cima, nos dejaría allí y se volvería a Santa Elena de Uairén, pues temen pasar la noche, ya que escuchan voces y suelen ver sombras.
Pero los indios, y más tarde Marrero, nos confirmaron que esas sensaciones sólo ocurren en un sector del Kukenán, y por desgracia el único al que puede acceder el caminante, ya que debido a una gran grieta que divide al tepuy en dos, la otra área, ajena a estas situaciones, se halla aislada de los visitantes… Como si este capricho de la naturaleza fuese adrede para proteger un lugar al que sólo se puede llegar por helicóptero.
“En Roraima la cosa es diferente” ―nos decía “Alex”, nuestro guía pemón― pues todo el lugar es como un templo, muy silencioso. Muchas personas vuelven aquí pues dicen que sienten una bella energía”.
Alex también sostuvo que existen “puertas de energía” en un sector de las paredes del Roraima, en una zona donde se pueden ver algunos símbolos que recuerdan el muro de Pusharo de Paititi. Y como no podía ser de otra forma, también se hallan “accesos” al mundo subterráneo a través de las cascadas. Uno de los principales, se encontraría en el Kukenán, tras la principal caída de agua. Pero como es de esperarse, a nadie se le ocurre siquiera intentarlo…
Amaikok: una raza intraterrena.
Nos hallábamos meditando en la caverna. El silencio, solo inquietado por el transcurrir del agua que fluye subterráneamente y la cascada, era el marco propicio para nuestro trabajo. A través de la percepción psíquica procuramos conectarnos con el corazón de Roraima y la Hermandad Blanca. Nos sentíamos acompañados. Sabíamos que no estábamos solos.
En ese momento, Nuris, nuestra compañera venezolana, vio algo moverse en medio de una de las “ventanas” de la caverna y, asustada, se cubrió con la bolsa de dormir.
―¿Qué sucedió? ―le dijimos intrigados.
―Sentía que algo nos observaba, y entonces fue que lo vi… Era una pequeña criatura, como un hombrecito, que se estaba asomando desde la “ventana” ―Nuris, sensible, dejo escapar unas lágrimas de emoción.
―Quédate tranquila ―procuramos calmarla―, sabemos quiénes son ellos, no tienen malas intenciones, jamás nos lastimarían.
―Lo sé ―nos contestó―, y eso es lo que me duele. Sé que son seres positivos. Los indios saben de ellos. Siempre quise tener una experiencia así y ahora que sucede, mírenme, estoy nerviosa, no he reaccionado bien…
Le explicamos entonces que estas reacciones a lo desconocido eran naturales, pues a nosotros mismos nos ha ocurrido. Fue allí que decidimos hablarle de los Sunkies y de nuestra experiencia en la Cueva de los Tayos. Nuris escuchó atentamente y se calmó. Es una mujer muy preparada y sensible. Y no en vano le ocurrió esto a ella, pues desde niña había tenido experiencias en sueños y hasta un avistamiento ovni muy próximo. Las cosas siempre ocurren por algo. Luego de la charla, la sensación de estar siendo observados continuaba. Obedeciendo a una intuición decidí pararme y acercarme a una zona de la caverna donde hay una suerte de pasillo que se interna, como siguiendo la fuente del agua que discurría bajo el suelo. Al aproximarme algo me hizo mirar hacia una roca casi al final de ese pasillo. La tenue luz de las lámparas de kerosene iluminaba suavemente y de forma indirecta ese sector que tanto me llamaba la atención. Y así, de pronto salió por detrás de la roca una pequeña criatura, de cabeza ligeramente más grande que el cuerpo, profundos ojos negros y brazos delgados. Era un Sunkie. Ya los había visto en la Cueva de los Tayos. Y en esta ocasión la sensación que tuve es que ellos “ya nos conocían”. Esto duró apenas unos instantes, y el pequeño ser se movió rápido, como si fuese un niño jugando, ágil y saltarín, hacia el otro lado del pasillo que debido a la oscuridad ya no podía ver. Ciertamente, los indios pemones saben de la existencia de estos seres, guardianes de las entradas del mundo subterráneo de Roraima. Les llaman “Amaikok”, y dicen que son criaturas bondadosas que en más de una ocasión han auxiliado a exploradores extraviados, dándoles incluso de beber, tal y como ocurriera con Juan Moricz al interior de la Cueva de los Tayos.
Arriba: Carina Marzullo de Argentina muestra la entrada a la cueva que hallamos en la meseta del Roraima. En su interior vimos a esas pequeñas criaturas humanoides que recuerdan a los "sunkies" de la Cueva de los Tayos.
El sunkie, o “amaikok”, como conocen los indios pemones a estas bondadosas criaturas subterráneas, se había escabullido por aquel estrecho túnel. Sólo se dejó observar por un momento, y se marchó. Este acercamiento era la confirmación de que no estábamos solos. Y aunque el objetivo de nuestro viaje a Roraima no apuntaba a una experiencia de contacto, sino a un trabajo espiritual con el Disco Solar que se hallaría bajo el tepuy sagrado, saber de la presencia de los sunkies en la caverna era más que una buena señal.
Juan Moricz, el aventurero húngaro-argentino que dio a conocer la Cueva de los Tayos a escala mundial, habría llegado hasta la mítica “Biblioteca Metálica” gracias a estas pequeñas criaturas. Así me lo afirmó en Guayaquil el Doctor Peña Matheus, amigo personal de Moricz. Según me narró, Moricz entró solo al sistema de túneles armado de una lámpara de carbón mineral. Por alguna razón ―quizá por agotamiento, o ausencia de oxígeno― el explorador se desmayó al interior de una de las muchas galerías que hacen de la Cueva de los Tayos un verdadero “laberinto”. Luego recobró el sentido, viéndose tomado por varias criaturas pequeñas que le llevaban a través de un amplio pasillo que se hallaba sutilmente iluminado. Luego de sortear una serie de caminos, le dejaron en un gran salón, de clara manufactura artificial, y allí fue recibido por otras entidades de aspecto humano, muy altas y todas ellas vestidas con túnicas blancas. Moricz les llamaba “Taltos”. Los Taltos le mostraron entonces la “Biblioteca Metálica”, y por si ello fuera poo, sarcófagos que contenían los restos de gigantes de tres metros de estatura.
El explorador llegó allí gracias a esas pequeñas criaturas ―los sunkies― que actúan como “Guardianes del Laberinto”. Ellos y los “Taltos” formaban una especie de sociedad para proteger los tesoros del esquivo mundo subterráneo. Cuando el Doctor Peña Matheus me reveló todo esto en su despacho, mostrándome una gran cantidad de fotos de la cueva y de las polémicas planchas doradas que vio Moricz, me emocioné mucho, pues se trataba de una confirmación extraordinaria de lo que habíamos vivido nosotros en la Cueva de los Tayos. Ahora, en Roraima, los Sunkies habían vuelto a mostrarse, como si nos estuvieran dando indicios de que en el antiguo tepuy venezolano se hallan otras entradas semejantes hacia el mundo intraterrestre...
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